Un anciano coloca una chicharra
bajo la lengua de su nieto,
para que al poco tiempo aprenda cómo hablar
y cómo exigir su desayuno.
No tragues, dice,
los ojos del niño se abren tanto
que las lágrimas emergen
planas e infinitas.
La chicharra zumba,
evoca un alarido de ramas y de ocasos,
levanta una tormenta repentina
pero todavía lejana.
El niño abre la boca
sólo para comprender que ya no existe la chicharra,
ahora un eco de blasfemias y cariños
anidará entre sus labios para siempre.
Josè Chapa, Mèxico
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